Hoy celebramos la solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo, celebramos el que nuestro Dios y Señor haya querido hacerse nuestro alimento, nuestro sustento para el peregrinar de la vida.

Uno de los relatos bíblicos donde podemos descubrir varios aspectos del misterio de Cristo presente y vivo en su Cuerpo y Sangre consagrados en cada Eucaristía es el de la multiplicación de los panes (Lucas 9, 11-17).

Es un sacramento de fraternidad. El recibir la comunión, el Cuerpo de Cristo, nos hermana, nos une, nos hace familia, nos hace experimentar con intensidad el misterio de ser Iglesia. Cada vez que recibimos Cristo en la comunión junto a otras personas, en ese momento estamos todos físicamente unidos a Jesús, y en El todos somos uno; recibo a Cristo y recibo a mi hermano o hermana que también se ha unido a Él por la comunión recibida.

Es un sacramento de vida, pues Cristo se hace nuestro alimento. Cuando uno ama a alguien y sabe que tiene hambre, que pasa necesidades, que es frágil, vulnerable, necesitado, lo que más deseamos es poder ayudar a esa persona que amamos, con todo el corazón queremos quedarnos cerca de ella para ayudarla, cuidarla, protegerla, proveer aquello que requiere. Jesús nos conoce, sabe de nuestras flaquezas y necesidades, por eso se queda con nosotros, por eso se quedó para ti y para mí en la Eucaristía; para alimentarnos, para ser nuestro sustento en el peregrinar de la vida. Les dice a los discípulos en el evangelio de hoy “Denles de comer”. A esa hora de la tarde no se fija ya en los muchos motivos por los que la gente lo seguía, se fija en que tiene hambre, se fija en que necesitan alimento para no desfallecer, y Él se los da, Él se da a ellos, y es que, al fin y al cabo la gente lo seguía porque en El encontraban vida, fuerza, vitalidad, razones para vivir.

Es una fiesta familiar. La Eucaristía no es una fiesta o cena para dos sino para “la familia”, para la comunidad. No dijo aquella tarde en el campo “que hagan una fila y pasen de a uno”. Les dijo, “Hagan que se sienten en grupos”. Allí, juntos, reunidos, iban a recibir el “Alimento”. Lo mismo pasó en la última Cena. Jesús no invitó sólo a Pedro a compartir el pan y el vino que serían de allí en adelante su Cuerpo y Sangre cada vez que hicieran eso en memoria suya. En esa cena estaban reunidos los discípulos del Señor, celebrando en comunidad la cena pascual.

Es una comida que puede saciar todos los anhelos de la persona. Dice el evangelio que “Comieron todos y se saciaron, y de lo que sobró se llenaron doce canastos” Y es que cuando Cristo da, se derrama en generosidad, regala en abundancia, no se mide en amor y cuidados. Por eso es una regalo tan grande el poder recibir su Cuerpo y Sangre cada vez que podamos, porque allí el Señor nos colma hasta lo más hondo de nuestro ser, allí nos sostiene, levanta, revitaliza, pacifica, libera, ilumina, consuela, enseña. Allí nos mira tal cual estamos, tal cual somos, y nos ama.

Que tengamos una bendecida solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo, y que nuestra mejor celebración sea recibirlo sabiendo que eso nos hará más fraternos, nos dará vida nueva, nos convocará la comunidad y saciará el hambre y sed que el diario vivir va provocando en nosotros.