Al leer el evangelio de este penúltimo domingo del año (Lc 21, 5-19), nos quedamos con dos sensaciones.

Por un lado, un cierto temor y desconcierto frente al panorama que Jesús nos presenta: Llegarán días en que el templo será destruido, muchos usurparán el nombre de Dios, habrá guerras y revoluciones, terremotos, epidemias y hambre y señales prodigiosas y terribles en el cielo; y para sus seguidores vendrá el ser perseguidos, apresados y llevados a los tribunales y la cárcel… por eso, por ser sus seguidores. Señala además que los que creemos en Él seremos traicionados por nuestros padres, hermanos, parientes y amigos, algunos moriremos y todos seremos odiados por su causa.

Parece un panorama desolador… parece una gran contradicción que todo eso lo diga precisamente Él, que vino a anunciar el reino de paz, justicia y amor. ¿Es que acaso Jesús asume una derrota frente al mal?, ¿es acaso que a nuestros ojos humanos sus caminos serán siempre misteriosos?, ¿será quizás que Él contempla y vive todo acontecimiento desde esa perspectiva y horizonte al que se avanza sólo desde una fe cada vez más confiada en su amor y entregada a su voluntad, esa fe y entrega que brota del salto de la fe?

Pero por otro, en el pasaje hay dos promesas de Jesús que nos llenan de alivio y la esperanza:

Primero, nos dice que no tenemos que preparar de antemano nuestra defensa, porque Él nos dará palabras sabias, a las que no podrá resistir ni contradecir ningún adversario. Dios está con nosotros y es Él quien nos enseña a escudriñar y dar razón de su presencia fiel “con palabras sabias”.

-Y nos dice, además, que si nos mantenemos firmes conseguiremos la vida. Pero, ¿qué significa mantenernos firmes?, ¿custodiar nuestras formas?, ¿proteger los caminos ya hechos, conocidos y cómodos de creyentes acomodados?, ¿será que nos pide intransigencia, cerrazón o fundamentalismo?, ¿cuál es esa firmeza que nos lleva a la vida?

Que la Palabra de este domingo nos ayude a hacernos estas y otras preguntas… Que ni el miedo ni la comodidad, nos hagan endulzar lo que no es dulce, ensombrecer lo que es luminoso, disfrazar la verdad con trajes ególatras, ni mucho menos “domesticar” a Dios y su Reino.

Ser seguidores de Jesucristo es un don maravilloso, un camino que nos abre a su Misterio, a la realidad de cada persona y a la realidad con que me encuentro; pero también es desprendimiento, riesgo, sacrificio, descentramiento. Seguir a Jesús, es dejarlo ser y hacer en nosotros, no temer ni desconcertarnos ni rebelarnos cuando lo construido por nuestras manos orgullosas, y tantas veces soberbias, comience a ser destruido… cuando vayan cayendo nuestros templos, nuestras construcciones de un dios y un reino hechos a nuestra medida…

Dios nos ha, no sólo llamado, sino preparado y equipado para hacer el bien, para ser luz, para amar y servirle a Él y a los demás, para vivir su imagen y semejanza; y con eso que se nos ha dado vamos construyendo nuestra vida, la vida de nuestra familia y de la sociedad, con eso que hemos recibido, construimos nuestras relaciones.

No da lo mismo lo que somos o no somos, lo que hacemos o no hacemos; la bondad o negatividad de nuestras acciones y omisiones tienen consecuencias como lo expresa la primera lectura de hoy (Mal 3, 19-20). Podemos pretender o desear vivir como si lo que somos o hacemos no influye en nada o en nadie, sin embargo, lo cierto es que sí influye; de esto estamos ciertos, aun a niveles simplemente humanos, y varios dichos populares nos lo recuerdan: No le pidamos peras al olmo, uno cosecha lo que siembra, quien siembra vientos, cosecha tempestades y así algunos otros.

Vivamos estos tiempos de búsqueda e interrogantes con un corazón alegre y agradecido, no nos aferremos a nuestros templos, dejemos que Dios sea en nosotros.

CARMELITA MISIONERA TERESIANA – AMÉRICA