«Maestro, te seguiré adonde quiera que vayas…»

Es el natural deseo que brota de un corazón enamorado e identificado con el camino que el Maestro transita. Cuando el corazón se prenda de una persona, cuando reconoce en ella, todo lo que anhela su corazón, no hay obstáculos que se pongan por delante, no hay razones que le hagan desistir, no hay argumentos que la puedan hacer cambiar de opinión. En un acto de total libertad, toma la firme determinación de seguirle y, desde ese momento, se produce  un cambio de mentalidad, una reordenación de prioridades, una profunda conversión; no importa no tener dónde reclinar la cabeza, ni los reconocimientos externos, sólo importa aquel que te ha robado el corazón.

Esto es lo que nos ha pasado a muchos después de conocer a Jesús y su causa, desde ese momento todo se reordena en relación a ello, la causa del Amado cobra un valor esencial; la familia, las prácticas culturales, los compromisos adquiridos, TODO ESO toma otro lugar tras la causa de Reino. Jesús deja muy claro esto a sus primeros discípulos.

En su carta a los Gálatas, San Pablo habla de la libertad que brota del Amor y que nos hace capaces de lanzarse a la aventura del Reino, esta libertad del amor nos empuja a liberar a otros, o mejor dicho, nos exige su liberación. Un amor que no es capaz de liberar, no es verdadero amor.

Cuánta liberación necesita nuestra Iglesia _cuando digo Iglesia lo digo en lenguaje Palautiano_, y ante cuánta esclavitud nos enfrentamos en este mundo actual. Aquellos que hemos conocido el Amor y nos hemos determinado, por la Gracia de ese mismo Amor, a seguirle, no podemos permanecer incólumes, siendo simples testigos de tanta ausencia de amor en el mundo… debemos hacer algo. Siguiendo otro consejo de Pablo: ¡que el amor de Cristo nos urja!