Muchos eventos en la vida de Jesús ocurrieron en las montañas: la segunda tentación, el sermón en la montaña, su oración en el monte, su agonía en el Monte de los Olivos, su muerte en el Calvario y su ascensión. Parece que Jesús eligió las montañas y alturas para los más importantes eventos de la salvación. Esto también se aplica al Evangelio de este segundo domingo de cuaresma: Jesús llevó a tres de sus discípulos a una montaña alta, identificada como el Monte Tabor, para rezar, y allí, en su presencia, fue transfigurado.
En la liturgia de este domingo, leemos el texto sobre la Transfiguración. Sigue la narración de las Tentaciones que escuchamos el domingo pasado. Hay un vínculo notable entre los dos. Si, a pesar de nuestra intención de seguir a Cristo, nos sentimos débiles, tentados y pecadores, no debemos quedar abrumados por el miedo o la desesperación. La razón es: el ejemplo de Jesús en oración. Fue tentado pero no derrotado. En Él y como Él, somos tentados, pero no seremos derrotados. Por otro lado, orando y usando el arma de la Sagrada Escritura, seremos transfigurados como Él, seremos transfigurados en nuestra victoria sobre el mal y el pecado.
En la experiencia del Tabor, el sufrimiento de Jesús se mezcla con su transfiguración. La Escritura destaca la estrecha conexión entre la Transfiguración y la Pasión de Jesús. Moisés y Elías aparecen en el Tabor tan cerca de Jesús, para consolarlo y apoyarlo en su camino hacia la pasión, para darle a su futuro sufrimiento un rayo de esperanza. Conversaron con Él y, como explica San Lucas, hablaron específicamente de su próxima pasión y le dieron fuerza y coraje interior: «Hablaron de su muerte» (Lucas 9, 31). Dos figuras representantes de la Ley y de los Profetas, dos «manifestaciones imperfectas» de lo Divino.
Jesucristo quería enseñar a sus discípulos que era imposible, tanto para él como para ellos, soportar el sufrimiento sin el soporte sobrenatural. En la gloria de la Transfiguración y en las palabras del Padre, una revelación de la filiación divina de Jesús…
Esta experiencia de transfiguración nos enseña que debemos recordar la belleza de Dios y su estimulante presencia. Sin embargo, no debemos olvidar su rostro del Mesías sufriente. La transfiguración al comienzo de la Cuaresma nos susurra también que nuestras privaciones y penitencias, nuestras cruces y nuestras penas pueden convertirse en lugares de transformación y configuración en la persona de Cristo.
En nuestras experiencias de fe, algunas veces nos llega nuestro Tabor. En estos caminos de la cruz los que transitamos en nuestra vida cotidiana, los pequeños sufrimientos, contradicciones, oposiciones y humillaciones que experimentamos, Dios se hace sentir.
Y para enfrentar estas cruces, necesitamos la fuerza de la oración, necesitamos encontrar nuestra fuerza en Dios. Este es el significado de la transfiguración de Jesús antes de empezar su viacrucis. Su intimidad con Dios lo hizo fuerte para enfrentar las pruebas de la cruz. Nosotros también debemos encontrar en Dios la fuerza para llevar nuestras cruces, debemos encontrar en la oración la fuerza para caminar y continuar nuestro viacrucis como el camino de la vida y de la resurrección. E igual que Jesús, podremos encontrar en la intimidad del corazón con Dios, en las montañas de nuestras vidas, la fuerza para mirar nuestras cruces de frente y caminar valientemente por este camino de la vida, los ojos fijos en la luz y en la esperanza que están en el horizonte del camino.
¡Que la Virgen María, nuestra Señora del Camino nos acompañe en esta andadura!
Carmelita Misionera Teresiana- África