Querida familia palautiana: la paz esté con vosotros.
Con estas palabras de Jesús, quiero acercarme a cada uno de vosotros en este gran día de Pentecostés. Las celebraciones centrales de nuestra fe este año están teniendo un matiz muy diferente. Toda la humanidad, al igual que los primeros discípulos, está atemorizada, o al menos consternada, preocupada, por esta pandemia que nos atraviesa.
Es en este momento de desconcierto mundial, de incertidumbre por lo que vendrá, de tensión por controlar la curva de contagios, de miedo por posibles rebrotes, de dolor por las pérdidas humanas, de inseguridad, … cuando de nuevo Jesús se coloca en medio y nos dice “la paz esté con vosotros” (Jn 20,19).
Y es curioso que esta paz no se refiere a la tranquilidad o a la pasividad que nos ofrecen tantos movimientos pseudoespirituales, que tratan solo de aquietar la mente o tranquilizar la existencia, pero no comprometen en la comunión solidaria y en la fecundidad misionera (Cf. EG 89). La paz que nos trae Jesús viene unida directamente al envío misionero, como nos dice el Evangelio de este día: “la paz esté con vosotros; como el Padre me envió así os envío yo” (Jn 20,21). Y no queda ahí; el encargo misionero no es algo desligado de la acción y presencia de Dios, como si se tratara de un trabajo asignado por un dirigente. La maravilla, la fecundidad, la garantía de ser la obra de Dios viene precisamente del don del Espíritu: “recibid el Espíritu Santo” (Jn 20,22), dice Jesús inmediatamente después de enviar a sus discípulos y de enviarnos a nosotros. Yo todavía explicitaría algo más: recibid el Espíritu Santo para ser en verdad portadores de la Buena Noticia y testigos de una presencia que nos habita y que dinamiza en cada uno de nosotros lo bueno, lo amable, lo más genuino, en definitiva, todo eso que hemos recibido como herencia del Padre.
En este día de Pentecostés, junto a toda la Iglesia, quiero pedir para cada uno de los que estáis leyendo esta carta, la presencia consciente del Espíritu. Sí, presencia consciente, porque estar, no cabe duda de que está, pero hay ocasiones en las que necesitamos ser conscientes de que es Él quien nos mueve y nos impulsa, quien quita nuestros miedos y prejuicios, quien nos da “vida, virtud, fuerza, fuego, amor” (MR 11,8). Es Aquel que enfoca nuestra mirada y dirige nuestras acciones, nuestras fuerzas, al servicio del prójimo.
Quiero remarcar la necesidad de ser conscientes de que toda nuestra vida se realiza «con el calor del Espíritu Santo» (Moradas V 2,3), porque vosotros, al igual que yo, de manera especial en este tiempo, hemos experimentado cuánta riqueza hay en nuestro interior, cuánta capacidad para sobreponernos a la adversidad, qué dinamismos creadores y creativos nos invaden, qué solidarios somos, cuánto nos compadecemos de quienes lo están pasando mal, cómo hemos sido capaces de centrarnos y valorar lo realmente importante y necesario, qué valores son los que nos han motivado este tiempo, etc. Todo esto es verdad, pero podemos vivirlo simplemente como algo mecánico, sin pensarlo mucho, como una reacción natural, o bien podemos conectarlo directamente con la fuente de la que mana todo bien, en plena comunión con Dios que nos regala su Espíritu, y por eso, sólo por eso, somos capaces de vivir y actuar desde esta dinámica de bien, de compromiso, de entrega y de cuidado, de olvido de nosotros mismos, con la certeza de que “cada día en el mundo renace la belleza, que resucita transformada a través de las tormentas de la historia” (EG 276). Esta es la fuerza de la resurrección, es dejarse llevar por el Espíritu, es ser misteriosamente fecundos (Cf. EG 280).
Son muchas las historias, las experiencias que vienen a mi mente y a mi corazón cuando escribo esto, y quiero mencionar algunas a modo de agradecimiento a Dios y a cada uno de los protagonistas, porque habéis sido capaces de acoger esta presencia del Espíritu en las distintas realidades que se os han ido presentando.
Gracias a cada una de las hermanas que habéis cuidado con responsabilidad la vida de las demás hermanas de la comunidad, tanto quienes habéis sufrido el contagio como quienes lo habéis prevenido con vuestros buenos hábitos.
Gracias a tantas hermanas que estáis asumiendo ciertos compromisos dentro y fuera de la comunidad porque el personal que lo realizaba no puede hacerlo, debido a las restricciones de los gobiernos, o por otras causas.
Gracias a todos los que habéis continuado prestando servicios a quienes a causa de esta situación han sufrido el abandono y se han visto más vulnerables.
Gracias a las comunidades educativas que habéis tenido que aprender tantas cosas nuevas, y de manera rápida y creativa, porque no podíais esperar simplemente el paso del tiempo, sino que con entrega y dedicación habéis continuado entregados a esta hermosa tarea educativa.
Gracias a todo el personal de las residencias de ancianos, de nuestras casas de hermanas mayores y enfermas, que con sumo cuidado y delicadeza habéis vencido el miedo y seguís dando lo mejor de vosotros mismos a esta Iglesia tan debilitada, la que más riesgos enfrenta.
Gracias a los sacerdotes que estáis cerca de las comunidades, presidiendo la Eucaristía y estando presentes como verdaderos pastores, porque vivís vuestro ministerio con la responsabilidad que requiere y con la entrega que merece, dando la vida como el mismo Jesús.
Gracias a quienes, a través de los medios de comunicación, habéis acortado las distancias entre los miembros de esta familia palautiana, ofreciendo recursos ricos en contenido y de gran difusión.
Gracias, en una palabra, a quienes habéis transformado la oscuridad en claridad, comprometiéndoos activa y creativamente con esta humanidad cercana, que sufre las consecuencias de esta crisis.
Podría seguir enumerando tantas otras realidades, nombres, lugares, los que ahora se agolpan en el recuerdo y que forman parte de mi vida. A cada uno de vosotros os digo GRACIAS porque habéis testimoniado que sois Cuerpo de Cristo, que nuestro carisma está vivo y que el Espíritu Santo es el alma que ha vivificado todo (Cf. MR 4,12). Hacedlo consciente y recordadlo cada día; invoquemos su presencia, junto con María quien supo reconocer las huellas del Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos, y también en aquellos que parecen imperceptibles.
Ella que acompañó aquel primer Pentecostés, nos ayude a orar hoy y en todo momento, y con Ella, “la mujer que siempre se movió por el Espíritu Santo” (3S2,10), llenos de inmensa confianza y de firme esperanza, junto a toda la Iglesia, expresemos lo significado en el nombre de cristianos.
Virgen y Madre María, tú que, movida por el Espíritu,
acogiste al Verbo de la vida en la profundidad de tu humilde fe,
totalmente entregada al Eterno, ayúdanos a decir nuestro «sí»
ante la urgencia, más imperiosa que nunca,
de hacer resonar la Buena Noticia de Jesús. […]
Consíguenos ahora un nuevo ardor de resucitados
para llevar a todos el Evangelio de la vida que vence a la muerte.
Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos
para que llegue a todos el don de la belleza que no se apaga. […]
Madre del Evangelio viviente,
manantial de alegría para los pequeños, ruega por nosotros.
Amén. Aleluya (EG 288).
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