Camine según la palabra que él le anuncia en el secreto de su corazón.
Cta. 1,2
Las lecturas del domingo 15º del tiempo ordinario, año A, ponen la Palabra de Dios en el centro de sus miras. Y lo hacen con dos imágenes potentes: agua y semilla. ¿Qué me dicen?
La palabra del Señor es la que hace fecundo lo que toca, como el agua que cae a la tierra provoca el brotar la vida, y no se rinde. Insiste hasta que consiga el objetivo. Es lo que evoca la palabra del profeta Isaías. Una palabra esperanzadora sobre nuestras vidas: “así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo”.
Lo único que se necesita para que el agua de la Palabra sea operativa, es exponerme a su acción. ¿Le dejo hueco en mis quehaceres para que actúe? ¿Dedico, aunque sea un rato, para leerla, escucharla, dejarla trabajar en mi corazón? Callar, bajar al propio corazón para acogerla, abrirme a ella; es preciso. También lo es abrir los ojos del alma a la realidad en la que Dios me viene al encuentro en los acontecimientos más ordinarios. Dejarme afectar y responder.
El segundo símbolo, la Palabra como semilla. Un germen, capaz de dar fruto y alimento. Vida en potencia. En mí también, se pone para dar vida, y esa para mí y para el que está a mi lado. Está en mí para alimentar, de una manera creativa, diversa, según las circunstancias y necesidades.
La parábola de Jesús insiste en la importancia de la tierra que recibe esa semilla. Y esta simboliza a cada uno de nosotros. ¿Qué hacer para que la semilla de la Palabra dé fruto? Pues preparar el terreno, cultivar la tierra de mi corazón: hacerla acogedora, sensible, fecunda. Formarme, informarme, empaparme de la buena nueva del Dios Padre para con sus hijos. Dejarme cuestionar, corregir por otros, y evangelizar por la realidad que tengo delante de mis ojos. No quedarme en la mera crítica del que mira para dar la noticia más impresionante, sino dejarme afectar y colaborar a que el grito de la toda la creación, el gemido de los últimos, se vea correspondido, que el deseo de la plenitud se satisfaga. No informar con una satisfacción mórbida de los hechos, sino descubrir en mi entorno las semillas de la esperanza y anunciar la belleza de esta creación (sea mi hermano, sea la naturaleza), y más cuando esa está velada.
Liberadora, dadora de vida. Abundancia, bendición. Así es tu Palabra. Y la mía, ¿cómo es?
Porque “poseemos las primicias del Espíritu” estamos llamados y capacitados para ser sus profetas. Para anunciar y denunciar. ¿Oigo el gemido de mis hermanos que esperan un mundo más justo? ¿Dejo que penetre en mí? ¿Camino según él me lo pide en lo íntimo de mi ser?
“La palabra divina (…) es la semilla, que, recibida en el corazón (…), forma las almas a imagen de Dios” (MR 7, 9).
Que la tierra de mi corazón la acoja, Iglesia Santa, y que me deje transformar.
Tú bendices, tu Palabra es bendición.
Que la mía lo haga: que contagie esperanza, que bendiga.
Y que mi vida, y la de mis hermanos, sea una alabanza infinita de tu gloria.
Siembra en mis entrañas, Señor, tu Palabra, ¡y que brote la vida!
¡Que tenga vida, tu vida, y que pueda darla a mis hermanos!
A darles la esperanza que brota de ti, la bendición, el alimento que necesitan. Amén.
H. Elżbieta Strach, cmt