Hoy es un día para alegrarnos porque, gracias al Espíritu Santo, es posible la unidad en la diversidad, una experiencia que es fuente de asombro y alegría para quienes la viven y la contemplan. También hoy es bueno agradecer a Dios porque no se cansa de enviarnos, guiarnos y nos sostenernos con su Espíritu de amor, de comunión y fraternidad.

¡Son hermosas y enriquecedoras las diferencias! Ellas nos permiten complementarnos, crecer, que se abra ante nosotros y nuestros desafíos un mundo de posibilidades…  Nos permiten, además, valorar lo propio, lo que somos y el aporte que nuestros dones pueden hacer al todo; en otras palabras, nos recuerdan que somos necesarios y únicos en el gran mosaico de la humanidad.

Y así como son bellas, igualmente cierto es que, hay que esforzarse para darle espacio a todas, para que las personas, nuestros hermanos y hermanas, tengan todos la posibilidad de desplegar esa riqueza que cada uno porta. Nos cuesta a veces reconocer el valor que tenemos nosotros mismos, nos cuesta otras veces reconocer el valor de los demás, y surgen entonces competencias, envidias, actitudes que dividen. Sólo con el auxilio del Espíritu lograremos reconocer la belleza de la unidad en la diversidad que produce el milagro por el que todos se asombran y que a esos protagonistas o testigos les hace volverse a Dios.

Dice la lectura de los Hechos de este domingo (Hch 2,1-11) que estando reunidos los discípulos

«… se   aparecieron lenguas de fuego, que se distribuyeron y se posaron sobre ellos; se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otros idiomas, según el Espíritu los inducía a expresarse […] Atónitos y llenos de admiración, preguntaban: “¿No son galileos, todos estos que están hablando? ¿Cómo, pues, los oímos hablar en nuestra lengua nativa?»

¿Qué es lo que escuchan en su propia lengua? ¡Las maravillas de Dios!

Pero Pentecostés no es sólo celebrar y agradecer, sino que también es compromiso. Si se nos da un don, no es para nosotros, es para obrar y anunciar las maravillas de Dios. Los discípulos no “decidieron” hablar en otras lenguas para anunciar las maravillas de Dios para que así los extranjeros los entendieran. Ellos simplemente se dispusieron a recibir lo que se les había prometido, y se reunían en un mismo lugar orando y esperando, dispuestos a recibir “aquel regalo” que ni siquiera sabía lo que en ellos produciría.

La obra es suya, del Espíritu, lo nuestro es disponernos. Y la primera y gran condición para que esa misma fuerza se derrame en nosotros es quererlo, prepararnos para acoger, no sólo la presencia amorosa de este Espíritu sino, sobre todo, sus movimientos, inspiraciones y la fuerza que nos infunde para llevar adelante la voluntad y el plan de Dios en nuestras vidas y en la vida del mundo.

¡Hay tantas diferencias que nos siguen dividiendo! Son desigualdades que no enriquecen, sino que empobrecen, destruyen, coartan, esclavizan, dañan la dignidad, dañan la imagen de Dios Trinidad impresa en hombres y mujeres, en jóvenes y niños de nuestra humanidad. Esas diferencias ¡no son fruto del Espíritu de Dios! sino de esos espíritus “con minúscula” que han elegido un camino de la ambición, del poder, de la violencia, del abuso, de la indiferencia.

Dejemos que, en esta Solemnidad de Pentecostés, el Espíritu de Dios que obra la unidad, colme nuestros corazones y nos anime a seguir adelante más dispuestos, más valientes, más coherentes, más felices y con una capacidad siempre creciente de “asombrarnos” de sus maravillas y de anunciarlas en el pedazo de humanidad que se nos ha confiado.

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