La liturgia de hoy nos pone frente a un tema un poco espinoso: ¿Cómo estoy viviendo mi vida, esta única vida acá en la tierra? ¿Dónde está mi corazón? ¿Qué o quiénes se están llevando mis miradas, mis tiempos, mis fuerzas, mis dones?

Yo, que leo ahora estas líneas, y que de algún modo voy en la vida buscando amar y servir a Dios y mis hermanos (as), ¿estoy viviendo mi existencia con perspectiva de eternidad o simplemente me estoy dejando llevar por el aquí y el ahora de mi pequeño mundo?, ¿ese pequeño universo personal que me impide “ver” a quienes me han sido regalados como compañeros de vida, de camino, de historia, de humanidad?

El profeta Amós, en la primera lectura (Am 6,1.4-7) advierte a quienes no se preocupan de las desgracias de su hermanos y hermanas. Y ahí nos encontramos con todo tipo de egoísmo, individualismo, indiferencia… Allí nos encontramos de frente con nuestras indolencias frente a la desgracia y dolor de los demás.

Es cierto que la manera en que hemos organizado nuestras sociedades y nuestro mundo global muchas veces nos empuja a este sistema de vida inhumano, pero también es cierto que somos hombres y mujeres libres, que podemos-si queremos- romper con estos círculos de deshumanización.

Sabemos que vivir esto no es tarea fácil, pero, tenemos un camino que nos muestra cómo llegar hasta allá: el corazón de Dios.  El salmista nos describe dónde están puestos los amores del Señor: los ciegos, para darles vista; el oprimido para hacerle justicia; el agobiado para aliviarlo; el hambriento, para darle pan; el huérfano y la viuda para sustentarlos; el forastero para tomarlo a su cuidado…

Y para esto hay “un tiempo”, esta vida, el aquí y el ahora, que es lo “único seguro que tenemos”. La vida no se repite, como si fuese una película en que podemos volver las escenas atrás las veces que queramos. En esta vida, pasó el momento y pasó no más. El Lázaro que hoy está a la puerta de mi vida puede que mañana ya no esté, puede que nunca vuelva… y pasó mi oportunidad.

Hay que tener el corazón preparado para “ver” a nuestros hermanos y hermanas, sus vidas, sus dolores, sus circunstancias… hay que educar la mirada para contemplar cada persona y también la sociedad, la historia… porque allí también podemos iluminar, aliviar, acoger, sustentar.

Pero para todo eso hay un paso ineludible: elegir. En esta vida yo elijo qué veo y dónde pongo mi querer, mis energías, mis bienes, mis tiempos, mis dones.

En el caso del rico del Evangelio (Lc 16, 19-31), se había acostumbrado demasiado a sus banquetes, a sus ropas finas, y sus haberes ocuparon de tal modo su vida y su corazón que ya no le alcanzaba el tiempo para mirar a los demás… No eligió mirar a Lázaro porque su mirada –y su corazón- estaban centrados “en lo suyo”.

La lectura habla del fuego que tortura al hombre rico después de su muerte. En esta vida, aquí y ahora, hay otras quemaduras que afectan a los “que se visten de púrpura y telas finas y banquetean espléndidamente cada día, sin ocuparse de los sufrientes: las quemaduras del hielo de nuestros egoísmos, de la soledad, del sin sentido, la frialdad del oro acumulado …

Si tan sólo volviésemos la mirada a tantos Lázaros sufrientes…los migrantes, los drogadictos, los marginados, los pobres, los desaparecidos, las mujeres atrapadas por sistemas que las explotan, los jóvenes desesperanzados… y tantos y tantas más… el calor del amor hecho gestos concretos por ellos y su dignidad abrigaría nuestras existencias.

Volvamos a la pregunta inicial: ¿Cómo estoy viviendo mi vida, esta única vida acá en la tierra? ¿Dónde está mi corazón? ¿Dónde estoy poniendo mis tiempos, mis fuerzas, mis dones, mis sueños, mis búsquedas?

Cristo vino y nos enseñó “cómo se mira” al otro, a la otra… y los que ha de pasar cuando nos dejamos tocar de verdad por aquello que contemplamos. Él, al mirarnos se conmovió de tal manera que sólo con el dar su propia vida pudo expresar en toda su verdad el gran y profundo amor que experimentó por cada hombre y mujer de todos los tiempos, también por ti y por mí.

Que, como Cristo, en este “aquí y ahora” de cada día, podamos “mirar” a los Lázaros que se nos regalan y podamos atenderlos dando la vida, ésta vida, para que cuando acabe y marchemos al corazón de Dios, podamos decir con el poeta:

Algo le ha pasado a mi muerte futura

Con la resurrección de Jesucristo.

Antes que venga, yo puedo adelantarme

Y ganarle “el quien vive” a la muerte.

Pudo decirle: “No me puedes robar la vida,

Simplemente porque yo puedo regalarla antes de tu visita”

Jesús me ha enseñado a darla entera, cuerpo y alma.

Cuando venga la muerte se quedará con un cadáver,

No conmigo.

[…] Ese que llevan al cementerio ya no soy yo:

Que se quede la muerte diluyendo bajo tierra lo que es tierra.

No puede tocar mi persona.

No puede mi amor ser consumido por los gusanos.

Aprendí de Cristo a darlo todo

Y todo lo entregado quedará para siempre

Ciento por ciento en el Dios vivo.

                          (P. Esteban Gumucio, sscc)

 

CARMELITA MISIONERA TERESIANA