Por unas semanas he estado colaborando en un comedor para las personas sin techo. Cuando les sirvo café o chocolate caliente, muchos le añaden cantidades poco comunes de azúcar. Me explicaron que es porque a diario hacen muchos kilómetros desplazándose de un lugar al otro. Necesitan energía. Cuando uno no tiene su propia casa, busca cobijo donde pueda. Y a veces toca caminar mucho hasta encontrarlo.

Esta imagen me viene a la mente hoy. Jesús fue un sin techo en tiempo de su vida. Se hospedaba donde le daban cobijo. Como el hombre del Evangelio, se fue y dejó su casa (la Iglesia) en manos de sus siervos. Al volver, estará otra vez caminando, llamando de puerta en puerta, buscando quien le abra. Nos dejó la tarea de velar para abrirle cuando llegue. Y aunque esperamos que llegue al final de los tiempos, sabemos que ya está llegando cada día. Llega en cada hombre que llama a la puerta de la Iglesia. En cada persona “sin techo”, sin su lugar en el mundo, sin ese espacio donde su espíritu se encuentre como en casa. ¿Somos una casa para él? ¿Somos una casa para ellos? Dios mismo, como leemos en primera lectura, los extravió de sus caminos, quizás para que encuentre su nueva casa en la Iglesia universal, para que en esta “casa de todos” pueda seguir moldeándolos con sus manos.

Cuando uno es un sin techo, entiende que los caminos de la vida a veces se tuercen de manera inesperada. Le pido a Dios, durante este tiempo de Adviento que comenzamos, que me dé un corazón sin techo, que sepa desviarse para encontrar a Dios, que sepa irse de viaje interior, incluso perderse, con confianza de encontrar al volver una puerta abierta y un amigo despierto. Y que yo también sepa ser este amigo que abra la puerta de la Iglesia a todos los que vuelven de sus viajes.

CMT EUROPA