En su camino a Emaús, los dos discípulos de Jesús estaban asustados y descorazonados por el evento ocurrido en Jerusalén.

Estaban doloridos y destrozados por la muerte de Jesús, ya que «esperaban que fuera él quien redimiera a Israel…» (cf. Lc 24, 21). Sin darse cuenta «mientras conversaban y debatían, el mismo Jesús se acercó y caminó con ellos, pero los ojos de ellos no lo reconocieron» (cf. Lc 24, 15-16).

¿Cuántas veces en nuestra vida caminamos sin horizontes, preocupados por las muchas cuestiones que nos inquietan en la vida y que no nos permiten reconocer la presencia de Jesucristo en nuestras vidas?

Ahora, con el desafío de la pandemia que todos nosotros compartimos y las otras realidades más que enfrentamos personalmente, como familia o comunidad y como nación, que esta experiencia de los discípulos sea la nuestra.

Que este gesto de Jesús que «se acercó y caminó con ellos» seque nuestras lágrimas y reavive nuestra esperanza. Que la muerte, la enfermedad, la soledad, el hambre, la guerra, el tráfico de personas, las migraciones… no tiene la última palabra.

Y al partir el pan… se les abrieron los ojos y lo reconocieron… así que salieron enseguida y volvieron a Jerusalén y contaron lo que les había sucedido… (cf. Lc 24, 30-35). Esta experiencia de los discípulos nos recuerda que Dios está con nosotros en esta tribulación, nos escucha, sufrey llora con nosotros, no estamos solos.

Dios nos ama y nunca nos abandonará, especialmente en el acontecimiento más doloroso y la Eucaristía nos lo dice. Puede abrir los ojos de nuestro corazón para reconocer la presencia de Dios, y llevarnos a volver al camino y proclamar que Él ha resucitado, que está vivo.

Carmelita misionera teresiana – Asia

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