“Querida hermana: sin duda estarás en gran cuidado, sabiendo, que estoy sirviendo en este hospital provisional de epidémicos, no habiéndote escrito desde que llegué a este pueblo. No he podido, porque me ha faltado el tiempo. Ahora que…puedo respirar un poco, aprovecho un rato que tengo libre para sacarte de pena…”

No, no es un texto escrito en el 2020, ni en estos meses ya transcurridos del 2021, cuando la pandemia provoca nuestras conversaciones sobre distancias de seguridad, sobre números y estadísticas, sobre picos de contagios, de enfermos, de fallecidos…. Nosotros, tan habituados a dejarnos informar con un solo movimiento digital en las tantas páginas de la web, nos acercamos hoy a esta carta (del 7 de marzo) publicada en un periódico, El Ermitaño, el viernes 14 de marzo de 1872, en la cual se nos habla de una población: Calasanz, en Aragón, España. Si te atreves a dejarte contagiar, continúa leyendo la crónica:

“atacada la población por este formidable huésped, murió el cura Párroco, el Cirujano… El horror, y el temblor estaba grabado en la frente de los más valientes… (a los pobres) apenas sus propios parientes se atrevían a acercarse… (Las hermanas) no habiendo hospital donde reunir los pobres invadidos, fueron a servirles en sus casas…”

Cuando se publica esta narración, quien escribe, el P. Palau, director del periódico, que se había atrevido toda su vida a bajar de su serenidad para “alterarse” por el sufrimiento humano, y que no había podido escribir antes, porque le había faltado el tiempo, se encontraba ya en Tarragona, desde el día 9 de marzo, en la C/ Misericordia, en el piso 2º de la casa nº 3. Allí, una “repentina” inflamación pulmonar fue manifestándose. El domingo 17 recibe el Viático, el lunes 18 la Unción de los valientes; 

…todos los que asistieron…contemplaron y admiraron a la vez la fe y el valor inquebrantables…que constituyeron siempre durante su vida la firmeza de su carácter y la grandeza de su corazón… (El Ermitaño 4 abril 1872).

A poco más de las 7 de la mañana del miércoles 20, cuando en la Iglesia Parroquial de S. Juan del Puerto, se celebraba la Santa Misa de Agonía por él, cerró sus ojos el P. Palau.  

¡El P. Palau ha muerto! ¿Cuál ha sido la enfermedad que le ha conducido al sepulcro? Ah!…sabido es que su espíritu era sin cesar torturado por la acerbísima pena que le causaba la contemplación de tantos de sus hermanos sumidos en amarga aflicción; él hacía de su parte todo lo que podía para curarlos o al menos para aliviarlos, pero los ayes de mil víctimas, que de todos los ángulos de la tierra llegaban a sus oídos implorando en vano un remedio y un consuelo, eran otras tantas heridas que traspasaban su corazón de dolor, y ¿quién sabe si eso ha sido la casusa de su muerte? si es así ¡dichoso una y mil veces él! pues habrá sacrificado su vida en aras de la caridad más ardiente, en aras del más cruel de los martirios. (El Ermitaño 28 marzo 1872)

El P. Palau siempre supo vivir dejándose “contagiar”, porque creyó firmemente una Palabra:

Cuanto haces a tus prójimos lo haces a mí, porque yo soy ellos y ellos son la Iglesia” (MR 8,12).

Desde Estadilla habían acudido las hermanas Juana y Teresa a ser esos “ángeles de la caridad” para la población de Calasanz que se debatía con la epidemia de tifus, y el P. Palau no dudó en acudir en su ayuda. Él optó por tocar la carne, el corazón, el alma de quien se cruzaba por su camino. Solo así pudo decirse de él que había muerto como había vivido, que había muerto…

“como mueren los católicos, como mueren los justos, como mueren los santos” (El Ermitaño 28 marzo 1872).

Su corazón ya andaba herido de amor:

Amada mía, Esposa mía, Hermana mía, has herido de muerte mi corazón; con una mirada…te has dado a conocer…con tu mirar…mi corazón ha quedado herido de muerte: tu mirada me ha muerto” (MR 2,11).

Y solo así pudo morir contagiando a muchos hombres y mujeres de su tiempo, y de nuestro tiempo, el amor concreto a Cristo, el Cristo total, a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, que hoy, en su belleza, continúa herida en los prójimos más vulnerables.

¿Somos nosotros de los que hemos sido contagiados por él?  ¿Queremos serlo? ¿Verdad que todos/as conocemos hermanos y hermanas nuestros, que se atreven, también hoy, a no guardar “distancias de seguridad” y se dejan contagiar con creatividad de los pensamientos o quereres de los demás, aunque con ello tengan que irse dejando morir para acoger la Vida?

Que sepamos poner nombre y rostros concretos a quienes hoy nos siguen contagiando con su cercanía, con su compresión, con su ejemplo y entrega; que aprendamos a hacernos prójimo que cultiva cada día el arte de vendar con el óleo de la mirada contemplativa y la ternura, y el vino de la escucha y la compasión, las heridas de los hermanos/as nuestros que, quizá muy cerca de nosotros/as, han quedado despojados/as, excluidos/as, en el camino de la muerte.

Que en estos días en los que caminamos hacia la Pascua, en estos días en los que celebramos, como familia palautiana, la Pascua del P. Palau, su paso a la Vida, sepamos dejarnos “contagiar”, “alterar”; que estemos dispuestos a inclinarnos para tocar y curar las heridas de los otros, para cargarnos al hombro unos a otros.

Hermana Ana Isabel Gento Municio, cmt

Cdad. Inmaculada Concepción, Roma-Italia

 

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