«Para los miembros de la Familia Carmelitana María, la Virgen Madre de Dios y de los hombres, no es solo un modelo a imitar, sino también una dulce presencia de Madre y Hermana, en la que se puede confiar» (Juan Pablo II).

Según tradición Carmelita, el día de Pentecostés, ciertos piadosos varones, que habían seguido la traza de vida de los Profetas Elías y Eliseo, abrazaron la fe cristiana, siendo ellos los primeros que levantaron un templo a la Virgen María en la cumbre del Monte Carmelo, en el lugar mismo desde donde Elías viera la nube, que figuraba la fecundidad de la Madre de Dios. Estos religiosos se llamaron Hermanos de Santa María del Monte Carmelo, y pasaron a Europa en el siglo XIII , con los Cruzados, aprobando su regla Innocencio IV en 1245, bajo el generalato de San Simón Stock.

Nuestro Fundador, siglos después, vive con la misma intensidad y fidelidad esta relación con María, teniéndola como principal interlocutora. Son muchos los escritos que avalan esta afirmación, como son muchos los hechos que manifiestan cómo procuró siempre promover el amor a María sobre todo en la imitación de sus virtudes: Vos, Señora, sois norma, modelo, espejo, apoyo y firme sostén de las virtudes (Cf Ct 33,3).

Que María «pequeña nube del Carmelo; «lluvia fecunda de bendición» para la humanidad entera, nos impulse a caminar siendo bendición para los demás, signos y testimonio de fraternidad que anuncia la belleza de la Iglesia.