«Hermanos, estén siempre alegres… Oren sin cesar …»

El primer domingo de Adviento fuimos invitados a velar, a esperar a Aquel que viene a salvarnos. La semana pasada la espera nos movía a apresurarnos en una espera activa ya que: “¡Aquí está tu Dios! ¡Aquí está el Señor Dios! y viene con poder”… Hoy somos invitados a entrar en la alegría, la alegría anticipada de Aquel que ya llega, la alegría de la Navidad porque Dios ya viene a habitar en medio de su pueblo.

Este tercer domingo de Adviento es, por tanto, el domingo de la ALEGRÍA: «Tiemblo de alegría en el Señor, mi alma se alegra en mi Dios», dice Isaías; » Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador […] porque el poderoso ha hecho grandes cosas en mí», respondió la Virgen María; “Hermanos, estad siempre gozosos”, añade San Pablo.

Seguramente muchos se preguntarán de qué alegría hablamos en el panorama en el que estamos viviendo… ¿Por qué hablar de alegría, cuando nosotros mismos no siempre logramos regocijarnos en la vida? El profeta Isaías, San Pablo y la Virgen María  tienen algo en común que solemos olvidar: ellos tienen esperanza en Dios. Saben que aunque están en el fondo del sufrimiento y la muerte, Dios nunca los abandonará. Él vendrá en su ayuda y los librará; su esperanza está fundada en la fidelidad de Dios.

La liturgia de este domingo es una invitación a una alegría vivida en esperanza, fe y caridad; es una invitación a la alegría a quienes ponemos nuestra esperanza en que Dios NO SE OLVIDA DE NOSOTROS; a quienes creemos que DIOS ESTÁ CON NOSOTROS; a quienes hemos experimentado que Dios AMA A LOS MÁS PEQUEÑOS HASTA HACERSE UNO DE ELLOS, a la alegría de saber y experimentar en nuestras vidas que Dios cree en nosotros, espera en nosotros y nos ama y hace capaces de amar …

Dios, el «Emmanuel», ¡ESTÁ CON NOSOTROS! Está presente entre nosotros y con Él todo es posible, es así como lo experimento María, la joven de Nazareth que se estremece de gozo en Dios, el Salvador.

Pero esta esperanza y esta alegría no deben encerrarnos en nosotros mismos, el Magnificat de la Virgen María, no sólo se alegra, sino también proclama que Dios está allí de una manera más fuerte con el quebrantado de corazón, con los pobres, los cautivos, los prisioneros. Él colma a los hambrientos, levanta a los caídos. La felicidad es lo único que se multiplica cuando la compartes. La alegría nos obliga también a mirar al que tiene hambre y sed. La alegría se vive en la esperanza y en la fe, pero esta esperanza y esta fe son vanas si no se traducen en obras de caridad y amor al prójimo. Experimentamos gozo cada vez que hacemos vida nuestro amor a la Iglesia, Dios y los prójimos, especialmente hacia aquellos que Dios nos ha confiado, los pequeños, los que sufren…

Alegrémonos y hagamos concreta esta alegría en una vida descentrada, una vida donada como la de María, la joven que a través de su FIAT se dio a los demás…dándonos el mayor tesoro de nuestra fe… Jesús, la causa de nuestra alegría…

CARMELITA MISIONERA TERESIANA – ÁFRICA

 

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