Os invito a iniciar estos minutos de reflexión con la siguiente oración:
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La ley sí, pero ¿qué ley?
No la del puro que observa, desde una barrera de cumplimientos, a los equivocados, los perdidos, los transgresores.
No la de quien agarra la piedra y lapida al culpable en nombre de un Dios cruel.
No la de la virtud jactanciosa, o el discurso hipócrita.
No la de brizna en el ojo ajeno ni la del ego desmesurado.
No la de la ley tramposa que solo quiere aplacar la Ley suprema y profunda.
No la que esclaviza y no libera.
No la de credo impuestos.
¿La que se cumple por miedo, rutina u obligación? NO.

No a la que se impone para tapar errores, o falencias.
La del Amor. Solo esa. La de la verdad. Solo esa. La de la paz. Solo esa.
Que se conmueve, arde, celebra y lucha.
Que tiende los brazos. Que entiende las caídas, que aspira a todo desde el saberse poco.
La de la entraña estremecida ante el misterio del prójimo.
La del sollozo compasivo que no renuncia a la esperanza.
La que sostiene la vida y el amor sin conformarse con menos ni poco.
La de la risa sincera. La de vaciarse hasta la última gota. Y vivir. Y morir. Y resucitar. Cada día y en cada circunstancia.
Esa en la Ley que vale.
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A simple vista, podríamos decir que las lecturas de este domingo nos sitúan en incógnitas morales candentes: el divorcio, la creación, el amor entre hombre y mujer, la “jerarquía entre hombre y mujer” etc. Podríamos decir muchas cosas sobre estos temas y aún así quedarnos cortos ante esta vivencia de tantas familias, personas, pueblos. Situaciones sensibles de las que no debemos hacer juicios ni conjeturas “en nombre de la Palabra”.

El respeto por el dolor y viviencia del otro siempre debe estar presente. Además, la Palabra encarnada se actualiza y se hace viva y eficaz en la historia, entre la gente, entre nosotros y nosotras.

Por ello, les invito a ahondar un poco más en las lecturas y mirar desde otro ángulo: no desde la moral, sino del ángulo del Amor, del verdadero amor, del para qué hemos sido creados: creados para amar y ser amados, creados a imagen del Amor y para Amar.

Palabras claves y universales del amor: seres únicos, reconocerse, complementarse, ayudarse mutuamente (relación con Dios y con la creación), esfuerzo y fidelidad. Todo esto junto es lo que el salmista llama una bendición: “Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida”.

Levantarse cada mañana y poder vivir en esta clave de amor es una verdadera bendición. Y esta bendición va por encima de todo moralismo o juicio.

El amor vence siempre. Somos seres únicos, hombres y mujeres en relación. Distintos, originales, diversos. Pero en relación. Dios no nos quiere solos o sectarios, sino en relación.

“Reconocernos” como personas, con igual dignidad. Lo reafirma la carta a los Hebreos: “El santificador y los santificados proceden todos del mismo. Por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos”. Hermanos todos, hombres y mujeres, hijos del mismo Creador, del mismo Dios amoroso.

Complementarnos, y ojo, no es una palabra para referirse a la condición sexual sino que es mucho, muchísimo más que eso.

Complementarnos en el caminar diario, en tareas y responsabilidades, en dones y talentos, en la creatividad y oportunidades; y también, aunque nos cueste más, en la lucha cotidiana, en el dolor y en la fatiga.

Complementarnos en el cuidado de la casa común, de los pobres y frágiles de nuestro mundo, de los predilectos de Dios.

Complementarnos para unir esfuerzos y llegar a todos. Complementarnos para salir del individualismo y llegar a un nosotros más grande.

Y finalizo esta reflexión con lo más sabroso de estas lecturas, a mi criterio, esta frase tantas veces escuchada y tantas veces cuestionada:

“QUE LO QUE DIOS UNIÓ QUE NO LO SEPARE EL HOMBRE”.

Hermanas, hermanos de camino: que nosotros no separemos lo que Dios unió, lo que creó, lo que amó y ama. Que no separemos nosotros lo que Dios unió al hacernos originales y únicos, que “la Ley” no sabotee esta obra y aspiremos a ser en serie. No.

Que no saboteemos la obra de Dios con división, olvidándonos de que todos somos personas y dignos a los ojos de Dios y del mundo. Que la ley no se coma la dignidad, la apertura, la acogida. No.

Que el hombre no separe lo que Dios soñó desde el inicio, que seamos responsables y corresponsables unos con otros y unos de otros, como hermanos y con toda la Creación.

Que la ley del hombre, de nosotros, no separe lo que Dios unió con tanta fuerza: el AMOR, por encima de todo.

ESTA SI ES LA LEY, LA QUE VALE, LA QUE DIGNIFICA, LA QUE NOS HACE MEJORES PERSONAS Y POR ENDE, MEJORES CRISTIANOS.

 

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