OTRA (POSIBLE) IMAGEN DE LA IGLESIA
Festejando al beato Francisco Palau, hombre de la Iglesia, de la eclesialidad – en el contexto del caminar sinodal de toda la Iglesia – y como corona de las reflexiones de la novena palautiana «Mujeres bíblicas en Francisco Palau» proponemos esta visión carismática (por ser fruto de una hija del Padre Palau). Una mujer que, aún sin aparecer en los escritos, no deja de ser una «posible» imagen PALAUTIANA de la Iglesia.
Esta figura femenina no aparece en los escritos de Francisco Palau como figuración de la Iglesia. Para él, la Iglesia es “una virgen siempre pura”, y Magdalena en la historia de la teología fue identificada casi únicamente como pecadora. En dos de sus Cartas del 1862, Palau la menciona como ejemplo de penitencia, pobreza, soledad y oración: tal como fue presentada por la iconografía cristiana desde los primeros siglos de la Iglesia. Y sin embargo, la figura de María de Magdala es mucho más rica. El último siglo de estudios bíblicos e históricos empezó a devolverle su exacto puesto entre los discípulos de Jesús. Siguiendo la lógica del Palau de ver en las mujeres bíblicas, como si fuera en un espejo, la imagen de la Iglesia de su tiempo, Magdalena se puede fácilmente prestar a una interpretación similar que nos ayude a entender la Iglesia de nuestro tiempo.
Está mencionada en los cuatro Evangelios por su nombre propio, sin alusión alguna a una relación matrimonial o de familia. Tan sólo sabemos que procedía de Magdala, una ciudad antigua a las orillas del Mar de Galilea. Parece ser bastante adinerada, ya que es ella quien ayuda económicamente a Jesús y sus discípulos en sus viajes. Fue curada por Jesús cuando éste expulsó de ella siete espíritus malignos. Desde entonces le acompañará muy de cerca, estando presente en el momento de Crucifixión y entierro de Jesús, y siendo la primera testigo de la Resurrección. Por todo eso, en la Iglesia es considerada como “apóstol de los apóstoles”.
“De la que habían salido siete espíritus malignos y enfermedades” (Lc 8,2)
Desde el siglo VI en la Iglesia Occidental María Magdalena fue identificada con la mujer pecadora, mujer que ungió los pies de Jesús en la casa de Simón el Fariseo, incluso con María de Betania. Porque “los siete demonios” podrían indicar una impureza que para muchos podría ser entendida sólo como impureza sexual y prostitución. La verdad es que nunca sabremos de qué demonios se trataba. Eso permanecerá siempre un secreto entre Jesús y su discípula. Así de bueno es Jesús. Tan sólo podemos sospechar que la situación espiritual de María en el momento de su encuentro con Jesús era grave. Los siete demonios pueden evocar las palabras de Jesús en Lc 11, 24-26: “Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo; pero al no encontrarlo piensa: Me volveré a mi casa, de donde salí. Pero resulta que al llegar la encuentra barrida y en order. Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él, entran y se instalan allí, y el final de aquel hombre viene a ser peor que el principio”. El número 7 en la Biblia indica plenitud. Quiere decir que María estaba completamente dominada por lo maligno y enfermo. Es en está situación de esclavitud en la que Jesús la mira con amor y le ofrece libertad. Los demonios no son un obstáculo para Jesús para amar a esa sufriente hija de su pueblo. Es como en el caso de la mujer que sufre la pérdida de sangre, o el caso de Saqueo… no hay situaciones pérdidas ni personas imposibles para el amor de Dios.
Los siete espíritus podrían también indicar los siete pecados capitales. María fue una mujer rica, y ganar riqueza muchas veces va de par en par con juegos injustos y abusos. Podría ser como la “mujer de éxito” de su tiempo: emprendedora, pero sin familia, entregada por completo a su carrera. Ira, gula, soberbia, lujuria, pereza, envidia, avaricia… no quedan lejos de ser requisitos para una carrera brillante. Así también la situación de Magdalena podría ser un espejo para la Iglesia actual. El pecado está presente en la vida de la Iglesia, tanto en la jerarquía, en la vida consagrada, como en el pueblo llano. Por mucho que se vaya encubriendo, todo va a salir a la luz. Es una realidad que más no se puede negar. Sólo admitir la presencia de esta realidad en la vida de cada uno de los creyentes, tanto del Papa y los obispos como de la última viejecita de la parroquia, puede abrirnos a la posibilidad de liberación. Jesús cura a María con su amor y poder. Pero él hace algo más: la invita a seguirle y a servir a él y a los suyos. María aprende a vivir en la lógica opuesta al mundo de las riquezas y carreras brillantes. Ira, gula, soberbia, lujuria, pereza, envidia, avaricia van sustituidas por los valores de paciencia silenciosa, del vivir con lo necesario, del amor puro e incondicional, de cuidado por los demás, de apreciar los dones de los demás, del compartir generoso. Ese también es el camino de la Iglesia. Jesús sigue curando y perdonando nuestros pecados, pero no para que sigamos con nustra vida antigua, sino para que emprendamos como Magdalena el camino de seguimiento y de servicio, de estar cerca de Jesús cuidando de sus necesidades y las de los suyos: cuidando su Cuerpo.
“La que estaba junto a la cruz de Jesús” (J 19,25)
Magdalena sigue a Jesús como una de sus discípulas. Oye cuando Jesús habla de su camino a Jerusalén donde va a ser entregado a la muerte. Seguro que su corazón estaba preparado para este momento. El corazón de una mujer enamorada es fuerte, por eso las mujeres fueron las que estuvieron allí presentes cuando Jesús moría en la cruz. La presencia de María fue muy importante: estuvo allí en nombre de todos los pecadores, poseídos, marginados, humildes. En el nombre de todos los últimos. Este fue el lugar reservado para ella, y para la Iglesia. Caminando con Jesús, María de Magdala aprendió a ser la última, la “escoba de casa”. Su trabajo de servir en cosas sencillas, como lavar la ropa de Jesús, era el mejor puesto de su vida. Cuando ve cómo los soldados juegan con su ropa, sabe bien que es de Jesús: conoce cada hilo, cada zurcido. Ver que su túnica no es repartida, le da la esperanza de que también el cuerpo de su Maestro, de alguna manera que sólo él conoce, se mantendrá íntegro. Esa es también la esperanza que la Iglesia alberga en su corazón. Ser los últimos (no sólo estar con los últimos) es el camino que nos da el privilegio de estar al pie de la cruz de Jesús, de ser testigos de su amor llevado hasta el extremo. No necesitamos más puestos de importancia, sólo la silenciosa presencia junto a su cruz. Como Iglesia cuidamos su Cuerpo, lo vestimos con mimo, y se nos parte el corazón al ver este Cuerpo y esas Vestiduras tratadas con tanta violencia y odio. Pero estando tan cerca del Maestro experimentamos también la profunda esperanza de que la muerte no tiene la última palabra. Este Cuerpo tan maltratado está al cuidado de Dios. Resucitará.
“La que se fue detrás para ver dónde estaba” (Lc 23, 55-56)
Tanto en la vida como en la muerte, María Magdalena no supo separarse de Jesús. Junto con otras mujeres observaba toda la escena. Siempre de un puesto de atrás, siempre siguiendo. Eso es lo que aprendió cuando caminaba con Jesús: “ponte detrás”, como se lo ha dicho el Maestro a Pedro. Aun no era su hora de actuar. Aun estaba en la escuela de la madre de Jesús quien “guardaba todas esas cosas en su corazón y las meditaba”. Escuchar, mirar, seguir… Así lo aprendió. Jesús aún no la ha dado de baja en su servicio, por eso de prisa se fue a preparar los ungüentos para ungir, por última vez, el cuerpo de Jesús. Iba a ser el último servicio que le daría. Y luego…
También la Iglesia aún sigue en el servicio a Jesús y a su Cuerpo. Escuchando, observando, siguiendo al Maestro. Estando con él incluso allí donde ya todo parece muerto, sin esperanza. A veces lo único que hace falta es la presencia. Sin grandes discursos, bellas palabras, gritos al cielo, condenas ni llantos por un pasado que ya no volverá. No siempre hace falta alzar la voz. El tesimonio de la presencia, del simple estar al lado con los que sufren y mueren, es más elocuente que todos los discursos gritados desde la distancia y lejanía. María una vez más nos muestra una Iglesia que es cercana y humilde, que no conoce las respuestas a todas las preguntas, pero sí sabe dónde está el Señor porque ni un solo minuto lo ha dejado solo para ocuparse de sus propios asuntos.
“La que ansiosamente buscó al jardinero”
María de Magdala es una loca del amor. No piensa en consequencias de sus acciones. Aún antes del amanecer, poniendo su vida y buen nombre en peligro, corre al sepulcro. No puede estar lejos del amor de su alma. Como la Amada del Cantar de los Cantares. Lleva en su cabeza muchas preocupaciones, sobre todo la de no poder con la piedra. Se sorprende cuando encuentra la tumba abierta y… vacía. Asustada de que se hayan llevado a su Maestro, corre de vuelta a por Pedro y Juan. Vuelve con ellos, pero ni escucha lo que dicen o hacen. Se queda fuera, llorando, encerrada en su dolor, que no es que sólo lo hayan matado, ahora encima se lo han llevado. Ni siquiera los ángeles, ni siquiera el mismo Jesús pueden hacerle salir de su dolor. Magdalena sigue con la suya, incapaz de cambiar su punto de vista.
Esa postura la podemos sentir demasiadas veces en el seno de la Iglesia, en nuestro propio seno. Lo de seguir con lo nuestro, con el único punto de vista, con la única manera de pensar y sentir, sin ser capaces de ver otras posibilidades, cerrados en el dolor por haber perdido el pasado glorioso… suena demasiado familiar. María en Jesús vio a un jardinero. Nosotros en la Iglesia vemos la oportunidad de vivir mejor, de tener posición, de ser importantes… y le preguntamos: “¿dónde está la Iglesia que conocemos? Dinos, ¿dónde la hayas puesto? Para que podamos recuper su grandeza…” Magdalena finalmente reconoce a su amado Maestro cuando él la llama por su nombre. Nos hace falta también a nosotros que Jesús llame las cosas por su nombre, que vuelva a llamarnos “Iglesia” (comunidad de alianza con Dios). Necesitamos llamar las cosas por su nombre, una y otra vez confrontar nuestra vida de comunidad con la Palabra de Jesús, para descubrir a Jesús vivo en otras realidades, otras maneras de pensar y sentir.
“La que se lo cuenta a los demás discípulos” (Mt 28,10)
La escena del encuentro de Jesús con María Magdalena tiene algo cariñoso. Jesús le dice que no lo detenga, que está de camino a la casa de su Padre, pero en realidad es él mismo quien decide detenerse para encontrarse con su fiel discípula. Como si no puediera resistrse al amor loco de esta mujer. Así es también cómo la Iglesia ama a Jesús. Es verdad, hay en nosotros un sinfín de infidelidades, pero hay también mucho de este amor loco. Hay un montón de hombres y mujeres que cada día entregan su vida en servicio heróico al Cuerpo de Jesús. Mientras haya esta locura, Jesús siempre estará cerca, porque no se puede resistir cuando su Amada lo ama de tal manera.
Después de la resurrección, Magdalena se queda sin trabajo. Jesús va al Padre, a prepara un lugar a los suyos. Ya no le puede servir como antes. Entonces Jesús le da un nuevo encargo que la tendrá ocupada el resto de sus días: que se lo cuente a los demás, que les recuerde que tienen que volver a Galilea, siempre volver a Galilea, a los comienzos, cuando todo era differente, más sencillo, más alegre. En el Evangelio de Mateo, este encargo Magdalena lo recibe junto con otras mujeres. Ese es el gran papel de la mujer en la Iglesia, y el gran papel de la Iglesia en la sociedad: recordar a todos de cómo fueron las cosas en los orígenes, que todo lo demás no es esencial, que lo que cuenta es estar con Jesús, llevar la Buena Nueva a los que la ansían, curar y echar los espíritus que atormentan al pueblo. Porque cuando Jesús está entre los suyos, todo es más simple y más alegre.
María Magdalena siguió a Jesús como una sombra. No se separaba de él ni en su vida, ni en su muerte. La Iglesia representada por la figura de esta mujer tiene esta peculiaridad: estar cerca del Cuerpo de Jesús como lo está una sombra a su sujeto. Podemos recordar esas entrañables palabras de Francisco Palau: “Tu sola presencia me bastará, tu sombra me amparará” (MR 4,21). Que así sea la presencia de la Iglesia en la sociedad: como una sombra que ampara y acompaña, sin querer ser más importante que lo que refleja. Para que cada creyente (y no tan creyente) pueda decir:
“Tengo siempre a mi izquierda una sombra que me sigue en vigilia; y cuando duermo, me cubre con su velo negro y me protege. Y esa sombra es el manto con que me abriga mi Amada” (MR 1,21).