Encontramos hoy una iluminadora situación vivida por  el rey Saúl y David (1 Sam 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23) Por un lado, vemos a Saúl, que movido por la envidia va persiguiendo a David para matarlo, para hacerlo desaparecer… A veces también nuestras rencillas son así de tristes, pobres, sin sentido; discordias que, más que de problemas reales, nacen de nuestras envidias, competencias, celos y complejos; y como no nos hemos dado el tiempo de mirarlas de frente, ponerles nombre y reconocerlas en su verdad, entonces, hacemos “del otro”, de la otra, el problema y contra él o ella nos vamos  de frente… encontrando en “ese supuesto” enemigo o enemiga, el espacio donde depositar nuestro malestar, rabia y todos esos sentimientos dolorosos, que allí muy adentro, brotan de nuestras  heridas, traumas y complejos y en las cuales no hemos dejado aun entrar a Dios,  Saúl, el perseguidor,  está centrado en sí mismo, en su vanidad herida,

Por otro lado, vemos a David, el perseguido, quien, teniendo la oportunidad de dañar “al que se porta como  enemigo”, no la toma.  ¿Por qué? Por respeto a la voluntad de Dios “¿Quién puede atentar contra el ungido del Señor y quedar sin pecado?”. Y es que David ha puesto en el centro de su corazón y de su vida, la ley de Dios, la ley del amor, que le hace respetar y tratar bien a Saúl, porque, a ese que se comporta como enemigo, Dios lo ha elegido, Dios lo ama.

Lo que nos brota natural, no a todos pero si a muchos, es tomar la oportunidad, como lo vemos en la actitud de Abisay, que decía a David: “Dios te está poniendo al enemigo al alcance de tu mano. Deja que lo clave ahora en tierra con un solo golpe de su misma lanza”.

Pero David no elige ese  camino sino el de Dios, el criterio de Dios, el corazón de Dios, que describe Lucas (6, 27-38)

Y es que sólo desde un corazón compasivo y misericordioso podemos amar, perdonar y tratar bien a nuestros enemigos. Porque la verdad, a nosotros, eso de amar a los enemigos, hacer el bien a los que nos aborrecen, bendecir a quienes nos maldicen y orar por quienes nos difaman, pues, no nos viene de natural… Y todavía el Señor le suma “Al que te golpee en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite el manto, déjalo llevarse también la túnica. Al que te pida, dale; y al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames” ¿No será mucho?, nos preguntamos a veces, y vamos haciendo nuestras distinciones y disquisiciones para esquivar estas exigencias evangélicas.  Pero, el Evangelio es claro, el estilo de Jesús es claro, el mandato del amor es claro.

Sólo podremos vivir esta exigencia tan concreta de amor en nuestras vida y en el modo de relacionarnos, con la ayuda de Dios y una disposición sincera.  No hay más camino que la gracia actuando en nosotros, que el Espíritu guiando, fortaleciendo, sosteniendo, y por supuesto, que un propio corazón dócil a esa presencia y a ese actuar.

Hagamos espacio en nuestro interior al amor que nos propone el Evangelio, pongamos voluntad y corazón al servicio de lo que se nos pide; aceptemos con ilusión y esperanza  la invitación que nos hace hoy el salmista:  Ser como el Señor…que perdona, sana, rescata, colma de amor y ternura… a todos… ¡El mundo lo necesita tanto!

Hay sólo un riesgo, y creo que todos y todas estamos dispuestos a correrlo: “tendrán un gran premio y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno hasta con los malos y los ingratos”; “recibirán una medida buena, bien sacudida, apretada y rebosante en los pliegues de su túnica”.

 

 CARMELITA MISIONERA TERESIANA – AMÉRICA

 

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