El día 21 de febrero de 1941 escribía la M. Dolores a la Hna. Magdalena:
«Hna. Magdalena de San Luis: Su hermana hace unos días va empeorando y no quiero tener que darle una mala noticia sin estar preparada; como es tan fuerte, puede vivir más días, pero puede faltar de un momento a otro. Ella, animada y contenta de pensar que se le acerca la hora de unirse para siempre con Jesús. Anímese pensando que tendrá una hermana que rogará continuamente a Dios por V. C. y también por nosotras. Si no le digo nada más, es que continúa igual. En caso de un desenlace, le pondré un telegrama… Hemos hecho cuanto hemos podido para mejorarla. Todo Ha resultado inútil… Un abrazo de su hermana Teresa. Ela está aquí, recuerdos».
El postrer abrazo que podía mandar la Hermana Teresa a Magdalena. Ella prevé su fin próximo. Entra una Hermana y le pregunta:
–¿Cómo se encuentra, Hna. Teresa?
Con cara risueña y como si no tuviese importancia su vida, responde:
–Ya se va acercando el fin… Ahora la Madre Superiora y la Hna. Teresa de los Sagrados Corazones están abajo hablando en el recibidor con Manuel Pastor, sobre la sepultura que me van a dar, y seguramente ya quedará de regalo para la Comunidad.
La Hermana quedó estupefacta. Después lo averiguó: era cierto. Nada se había hablado delante de la Hna. Teresa.
¡Teresa! Ya estás en la otra orilla de la vida, donde no se pone el sol, donde no hay lámparas ni tubos fluorescentes, donde Dios es la luz.
La resurrección es ya tuya. Vives, y vives para siempre. Pero yo creo que todavía vives con nosotros que andamos arrastrándonos por los caminos polvorientos, por las noches de tormenta, en que se funden los plomos de la luz, que navegamos entre escollos y sirtes.
Creo que no te has marchado, que has dejado un halo de tu presencia y te escondes detrás de él, que puedes todavía pasar por las puertas de nuestras casas, arrojando manojillos de jazmín envueltos en frescos pámpanos de vid.
Gracias, Teresa, porque nos has enseñado a ser humildes y sencillos, a estimar lo corriente, los tesoros de los pobres que se esconden en el camino de los niños, de los menesterosos, de las colas y de los impuestos, de todo lo que nos puede doler.
Gracias, porque nos has renovado el Evangelio con tu vida.
Hasta pronto, porque también nosotros ansiamos llegar donde estás tú.
Ya no había atractivo alguno para la Hna. Teresa en este mundo. Todo había pasado, su infancia en Algueña, con las escenas preocupantes de su hogar, con las subidas al Cerro de la Cruz; Horna Baja; Alcaná, con la familia de la tienda; la casa de las señoras Alted; Alcalá de Chisvert, San Jorge querido, la guerra, el hambre, las colas, las comuniones furtivas… todo, todo había pasado. Y ahora, frente a su cama, en las lejanías del más allá, en la otra orilla de la vida, veía un porvenir nuevo, creído y esperado durante toda la vida, la resurrección de Cristo. Ella superaría el polvo y se uniría al Dios inmortal. No iba a morir, sino a vivir.Dejaba estos altos pensamientos y se sentía extenuada, consumida en la cama, por la tuberculosis. Se ahogaba, tosía. Todavía resistía el corazón, «colgado» en su cuerpo, sin apoyo, como había dictaminado el médico don Enrique.
Comenzaba, para consumar gloriosamente su vida, el martirio: los tres últimos días. No existe solamente el martirio de sangre. Hay otras clases de martirios. Lo interesante es que se entregue toda la vida por Cristo. Él lo ha dicho: «El que pierda la vida por mí, la recobrará» (Mt. 10,39).
Hasta ese momento no se había oído quejido alguno de la Hna. Teresa. Como si no sufriese, como si su cuerpo fuese ajeno. El peso del cuerpo fue metiéndose poco a poco dentro del alma, como una espada afilada, como un torrente de amargura, y su alma se convirtió en un puro quejido, en una angustia mortal. Se había trasladado allí Getsemaní, el Calvario. Tres días como las tres últimas horas del Señor en la Cruz. Suplicaba a la Hna. Ángeles:
–Écheme hacia arriba, yo no me puede valer. Ayude a la Madre, que ella sola no puede.
Nunca había querido que la Hna. Ángeles la tocase, por respeto a su salud joven. Pero ahora pedía su ayuda.
Fue apurando lentamente, horas y horas, el día y la noche, la copa del martirio. Así, entre tormentos en cada parte de su extenuado cuerpo y angustias en el alma, llegó la noche del día 25 de febrero, martes de carnaval. Se solía celebrar ese día una procesión de desagravios. Después de la procesión entró la comunidad en su habitación. El estado de la Hna. Teresa señalaba el final. Algunas Hermanas se ofrecieron a velarla aquella noche. La Madre no lo permitió porque al día siguiente tenían clases, y se quedaron ella y la Hna. Ángeles.
Las 11 de la noche. La Hna. Teresa comienza a sosegarse. Parece que ha pasado la tormenta. Sopla el céfiro suave, asoma la luz de la serenidad y de la esperanza. Alba ya de resurrección. Ha desaparecido la lucha, la fatiga, el mareo. El dominio sobre la muerte ha comenzado en la vida eterna.
Así, sosegada, mirando a través de un mundo viejo simbolizado por el techo de vigas carcomidas, el mundo nuevo que se aproximaba, como una aurora radiante, con suspiros de amor en el corazón, con murmullos de breves plegarias en los labios, llamando al Esposo deseado, permaneció hasta la una de la madrugada del día 26 de febrero. A esa hora expiró, delante de la M. Dolores y de la Hna. Ángeles y asomándose doña Lola por la puerta de la habitación. Cuando llegó la Comunidad ya la Hna. Teresa había cantado el Aleluya eterno que jamás cesará. En el cielo seguramente se había escuchado una voz clamorosa de coros: –Salid a su encuentro.
La Fuerza de un Testimonio, hermnaa Teresa Paseiro, CMT